prepagos en florencia en español

August 09, 2023

Escorts, Prepagos, Putas, Dama de Compañia

Comencé a putear en la calle hace diez años cuando iba a la universidad. Cursaba los últimos semestres de la carrera y tenía poco tiempo de haberme independizado de mis padres. Con escaso dinero en el bolso y compromisos que pagar, cada vez más confundida, no sabía cómo seguir pagando gastos de transporte, comida y arriendo.

Un día mirando cómo olvidar mis dificultades financieras conocí a Juana, una muchacha transgenero en un bar de la Zona Rosa de Florencia. Esa vez ella pagó toda la cuenta: las bebidas, la comida y hasta el desayuno en el amanacedero. Yo no la creía ¿cómo Juana, con todas las contradicciones y discrepancias que se desprende por ser una mujer transexual, tenía el bastante billete para vivir bien?

 

Cuando empezamos hablar, ella fue renuente a declarar en qué trabajaba, me salió con cuentos y decía que era edecán y modelo, pero al pasar un par de horas y unos buenos tragos lo admitió: era trabajadora sexual o mejor dicho puta. Desde muy pequeña siempre sentí cierta curiosidad por aquellas mujeres que se transformaban y se camuflaban en las luces de la ciudad con vestidos brillantes, extravagantes y unos zapatos de plataformas altísimas que solo ellas podían dominar.

 

Después de ese encuentro casual mi vida se volvió otra, es decir el cambio fue radical. Le dije a Juana los problemas económicos que estaba pasando y de una vez me miro de pies a cabeza y con una mirada escrutadora me miro a los ojos y me dijo “tienes potencial”. Pocos días después, quedamos con Juana y me llevó a la zona de donde ella laboraba y me dio lo que llaman “la patadita” de la buena suerte como Jorge Barón.  Juana me enseño algunos secretos a tener en cuenta, que cuidado con este, que cuidado con el otro, que me fijara en sus caras, pero no más. Por las noches empecé a talonear en las calles, como se dice vulgarmente, en las mañanas dormía un poco y por las tardes asistía a mis clases en la universidad. Mi vida se llenó de responsabilidades y, al igual que millones de personas empobrecidas en este país, tuve que apretujar el corazón porque desertar no era una opción.

 

Fueron tiempos realmente dificultosos, no sólo por las implicaciones de buscármelas en la calle. La ciudad es una selva de asfalto: acoso de policías, extorsiones, gente agresiva y uno que otro cliente violento; sin embargo, lo más complicado y duro fue el invariable estremecimiento de conciencia, la culpa no se me quitaba de pensar que vivía haciendo algo de lo que me tenía que considerar avergonzada.

 

Actualmente sé que esa cobardía, esa vergüenza por ser trabajadora sexual o mejor dicho prostituta o puta, que es mejor decirlo así sin eufemismos, no era otra cosa más que la mancha que se le pone a las putas por hacer el mayor acto de justicia: cobrar por culear, eso algo que la sociedad impone como una obligación de nosotras las prostitutas.

 

La compañía de otras putas hicieron que pudiera sobrevivir todos estos años, de eso estoy segura la Yamila, la  Brissia y  Yadhira,  y como no, Juana, no solo se volvieron mis compañeras de trabajo , se convirtieron casi en hermanas.

 

Cada vez que nos sentíamos agredidas en calle las primeras en brincar son otras putas, acá nadie más te defiende, cuando cumplíamos años festejábamos con una tequilita y si alguna tenía un problema, hacíamos vaca para cubrir los gastos.

La solidaridad la empecé a conocer en las calles con otras compañeras trabajadoras sexuales. Aquí aprendí lo importante de tener redes de apoyo entre las mujeres. Nosotras nunca vivimos con opciones de ejercer nuestros derechos, eso lo aprendimos en las malas, porque en la calle, sobrevivir es lo más importante.

Para reconocerme como trabajadora sexual, tuve que pasar un proceso de muchos tiempo, años en los que sufrí la criminalización de mi trabajo, las injusticias, los nulos derechos laborales, pero sobre todo la marca y el estigma de decirnos putas la sociedad de la doble moral.

 

Me duele mucho el no poder decirle abiertamente a mi familia a qué me dedico, duele admitir con pena y vergüenza que no puedo comprobar ingresos para poder arrendar una casa digna, duele tener que decirles mentiras a los médicos sobre nuestra vida sexual para poder acceder a las EPS. La ilegalidad y clandestinidad punza en el alma e impacta claramente en nuestras vidas.

 

Mis recuerdos y memorias tienen heridas abiertas, porque a mí y al igual que las de muchas compañeras callejeras, cabineras, sexcamers, las llagas no precisamente provienen de nuestro trabajo en sí, sino del contexto de violencia y estigma que hay afuera.

 

Ahora puedo ver muchas señales que a partir del abolicionismo niegan el reconocimiento de los derechos laborales. Actitudes que desde el privilegio de clases solicitan en rebajar la capacidad de trabajo de las putas.

Estos abolicionismos que desde su moral beneficiosa creen que las putas “vendemos el cuerpo”, y el resto los trabajadores de clase popular que trabajan por un mínimo no. Como diría Georgina Orellana: “si por cada vez que un parroquiano que contrata mis servicios, él adquiriera mi cuerpo, con todo este tiempo como puta ya no me quedarían ni las teta, y aquí estoy, vivita y coleando y también culeando. Acá voy a seguir, brillando, con mi putez en la frente si así lo quieren, pero con orgullo y mucho decoro”.

 

Y es que a las putas siempre nos han querido amparar, mandando a la mierda las complicaciones inherentes al trabajo sexual. No entiende que las putas nos colectivizamos los saberes, nos organizamos, creamos habilidades de autocuidado y defensa. Las putas no necesitamos ser rescatadas, lo que precisamos son ambientes de trabajo dignas sin clandestinidad ni criminalización.

 

Yamila, la  Brissia , Yadhira  y Juana, las putas seguimos entrelazando nuestro orgullo desde las calles, seguimos taloneando con nuestras convenientes convenciones de zorroridad, ese término me lo inventé para asumirlo propiamente como una “solidaridad” entre putas, esas que exploran nuestras desavenencias y sufrimientos como un envión para curar entre nosotras y, dicho sea de paso, un motor para cambiar el mundo en que nos ha tocado vivir. Porque el trabajo sexual es trabajo así se haga acostada.

Trastornar el señalado calificativo de ‘puta’, quitar el contenido patriarca “mujeres ‘malas’, mujeres de mala vida, sin deseos propios, ‘objetos’ al servicio de los deseos sexuales masculinos” y reclamar la capacidad de autoafirmación, de independencia y la autonomía que las trabajadoras sexuales tienen, es un acto de protesta feminista de primer orden”, aseveraba Cristina Gardeazabal en la mesa redonda llamada “Nosotras las malas mujeres”.

 

 

El propósito y la ojeada

Nuestro objetivo era acompañar a Diana, una dirigente política de la comunidad LGBTI de la urbe, a un recorrido que nos permitiera entonar nuestros sentidos y ver, escuchar, oler, sentir el barrio y sus habitantes.

 

Al llegar, me sentí medio desubicado, no asumía exactamente lo que tenía que hacer. Muy a las 9:00 en punto de la mañana de cualquier día se sentía un ambiente festivo, como los preparativos de un festival. No me supongo cómo sería un viernes en la a última hora en este lugar.

 

El paisaje del barrio era justo el que esperaba: el comercio normal de un barrio cualquiera, acompañado de indigencia y afanosas putas madrugadoras. Al llegar, vi todo con naturalidad, lo que no advertí en ese momento inicial era que mi trabajo debía orientarse justo allí, en la mirada.

 

Mi primera opinión fue, sobre seguro, igual que la de muchos de ustedes al ver a una mujer negra de 1.90 mts de estatura, cabello negro con chispas rojas agarrado por una moña alta, vestía una sudadera ligera, una camisola escotada y llevaba un abrigo enorme que prácticamente le arrastraba. Su voz gruesa descubría su sexo, pero su léxico respaldaba su género. Una mujer de sexo masculino que sabía al dedillo todos los entresijos del barrio y los conocía como la palma de su mano. 

Emprendimos nuestro camino por el lugar, conociendo su historia y buscando las palabras de Diana que se perdían por el ruido de los carros y los vendedores ambulantes. No me gustaba la forma cómo nos miraban, éramos entrometidos, como turistas, era el típico cuadro del gringo que ve la indigencia como un show. Así me sentía, así que resolví cambiar de orilla y ver el grupo desde lejos. Era incuestionable, los carros nos pitaban, las personas de las casas se asomaban y la de los negocios se ocultaba. Para poder ver el barrio verdaderamente, era ineludible alejarse de los demás, pero eso creaba miedo, nunca sabía qué terreno estaba pisando. No perder de vista el grupo desde el otro lado, me permitía ver cómo nos observaban, la gente del barrio tenía curiosidad, unos se veían un poco serios y otros cuantos estaban verdaderamente fastidiosos.

 

El barrio Santafé no es un lugar turístico, de eso no hay duda. Aun separado del grupo, era indudable que era parte de ellos: mi modo de chico explorador me descubría. Sin embargo, la gente de los locales comerciales me veía como un potencial cliente, eso me permitió estar más tranquilo, creo.

 

Pero la mirada cobró sentido cuando llegamos a los locales donde se desenvolvía la prostitución heterosexual. No obstante, había visto más de una mujer de sexo masculino torsidesnuda, pero al ver muchas chicas semidesnudas, brindando sus servicios, mirándome firmemente e instigándome a acompañarlas, mi perspicacia del lugar cambió.

 

En un costado, protegiéndome del sol, me vi cercado por hombres, los cuales todos buscaban lo mismo. Estaba autorizado mirar a las mujeres semidesnudas. Aunque yo me lo permitía, también me permitía excitarme y hasta especular en cuál sería el costo por sus servicios. Pensar en eso era bastante remoto al principio, hasta que estuvieron tan cerca. Talles pequeños, tetas grandes, culos redondos y otros no tanto y miradas sensuales.

 

Sin requisición, una cámara de video en una zona de tolerancia es lo mejor para repeler cualquier injerencia. Tan pronto vieron la cámara y el grupo empezó a moverse, ninguna quedó, todas se escondieron. Ninguna se emputaba lo hacían simplemente por cautela, al final nos veían como extraños, no como clientes. Pero allende, en la penumbra del recinto, una mirada coqueta me instigaba, y yo confesaba que el juego me gustaba, me excitaba, me sentía hechizado. Aunque muchas de ellas ni siquiera eran bonitas, la travesura en sus miradas me hipnotizaba. 

 

Melancólicamente, no tornamos de nuevo por esa cuadra. Pero entonces me di cuenta que mi compromiso acababa de empezar: ya no me sentía como un intruso con carné de universitario, me sentía como cualquier otro cliente, y mi rigidez en mis partes bajas lo confirmaba. Si se trataba de sentir, a la sazón, en esa cuadra fue donde emprendí con mi etnografía. 

 

El día prosperaba y las muchachas salían en grupos a trabajar. Vivían semidesnudas, algo de ropa íntima o una malla jugaba con sus cuerpos, sin arropar efectivamente nada. El paralelo fue ineludible, ¡qué culo el de estas viejas!, era inclusive mejor que el de las mujeres. Pero no, no está autorizado mirar, no me lo permito, aquí no, ni que me inciten, no, ni pensarlo ¿o sí?

 

Una hembra digna de una película de Manga se aproximó a nosotros, bueno… a los hombres del grupo, bueno… a mí. Una cinturita pequeña, lindamente trabajada; senos redondeados, de esos que deben ser poco económicos; un trasero superlativamente hecho; ojos grandiosos e inquietos, sonrisa leve pero seductora y una voz… una voz que anhelaría cualquier estrella del podcast. De no ser por la voz, desfilaría perfectamente por la pasarela como una modelo, pasaría por la mujer de los sueños de muchos.

 

¡Qué man tan linda!

No, espere, se supone que yo soy un varón y no debo mirarle el culo a un hombre, jamás, por más linda que esté ¿cierto?

 

Me encubrí entre el grupo, me producía pánico pensar que profesaba cualquier atracción por ese tipo. Empecé a ocultar mi mirada. Ese era el problema: mi mirada. Hasta ahora lo veo. Mi interés por ver cómo nos notaban, mi interés por parecer un cliente y esperar una mirada sugerente, era sólo un interés por manifestar ¿hacia dónde se mandaba mi mirada? ¿Qué me admito mirar? Y, por lo tanto, ¿qué me permito desear? Como si fuera uno quien lo examinara.

 

¿Miro desenvueltamente, o son mis ofuscaciones y manías los que establecen mi mirada? ¿Cuáles son los términos de nuestra homofobia? No sabía que yo era homofóbico, pero la imagen de ver una mujer atractiva forzada por el destino a nacer con sexo masculino destrozó toda claridad que lograra tener sobre el tema.

 

Es mi mirada la que debe ser ajustada o, por lo menos, puesta a prueba. Y ya en medio de la borrasca, o mejor dicho ya entrado en gastos pues miremos. Una compañera del grupo, se ofreció a hacer un estudio fotográfico a uno de ellas, acepta: medía aproximadamente 1.85 mts, tez trigueña, cintura pequeña, casi sin tetas y un culo que se sustrajo la mirada del grupo. “¡Qué celos del culo de esa vieja!” dijo una de las chicas del grupo. Y yo, asentí. Estaba atónito de ver el detalle de la piel masculina en un organismo femenino. Su mirada se transformaba de un instante al otro, mutaba: la atracción hacia la cámara, la seducción hacia mí, la molestia por no poder mirar queriendo hacerlo, generada por mi curiosidad, el deseo de ser un potencial cliente.

 

Y yo, yo no existía, estaba mi contemplación, sola. Ok, pero no, no tan sola cómo yo creería, los obreros, espontáneos, los mecánicos y transeúntes del lugar, las miraban con más deseo de lo que me habría conjeturado. No había sarcasmos o bromas por mirar a una mujer de sexo masculino, sólo había deseo abundante, ese que advierte un ser humano por otro, independiente de su sexo. 

 

El vendaje que más imposibilita ver es el que está habituado de prejuicios, llenos de miedo, de vacilaciones, de incomodidades… hasta de certezas: si ya estas al tanto, no tienes que ver nada, porque nada buscas. Es improbable ver cuando tus ojos están cerrados; y abrirlos, lastima, punza la consciencia. Rasgar los ojos para ver el pormenor de la piel de un hombre con el idéntico deseo con el que se observa a una mujer, compone una dolencia en su novela personal, recuerda burlas de la niñez, aviva miedos sobre quién eres. 

 

Sólo advertimos aquello que nuestros miedos nos consienten ver. Hemos sido tan efectivos protegiendo nuestra ecuanimidad, que alcanzamos el punto de negarnos la posibilidad de ver el mundo. Nos escondemos en nuestra burbuja protectora y desde allí renegamos de aquellos que se empapan en sudor, sangre y mierda, persuadidos de que poseemos certezas que ellos no tienen; cuando en realidad, nos estamos negando la eventualidad de ver más allá de nuestras trompas.

 

Fui al barrio a Santafé a echar un vistazo, fue necesario estar ante mis miedos y mis prejuicios para revelar que mi mirada tiene muros y parapetos, y sé que no lograré revelar nada, a menos que destroce el vendaje de mis sentidos.

© 2016 - 2024  Copyright - La Celestina